Aterricé en el aeropuerto de Málaga y sentí el familiar
calor de la costa del sol. Comencé a oír
la lengua castellana, tan inusual a mi alrededor desde hace poco. Había
regresado, aunque de vacaciones y por poco tiempo.
Llegué a mi tierra natal: Antequera. La misma vecina
limpiaba su puerta con el afán de siempre. El mismo hombre, con el mismo chaleco, tarareaba la misma canción en la plaza de Abastos. Una monótona y
aburrida canción que no desea cambiar de tonalidad, de ritmo y que no se atreve
a tornarse vertiginosamente peligrosa. En fin, dejemos al hombre tranquilo y
relajado con su canción habitual.
Paseo a mi perro, con sus paradas de siempre, con la misma
curiosidad por oler siempre en las mismas esquinas. A lo lejos el camarero
aquél va de las mesas al restaurante, una y otra vez, con el mismo aire triste
y aburrido del que se siente destinado a pasar la vida sirviendo mesas.
Me cruzo con los mismos vecinos, las mismas calles, el mismo
perro en la misma plaza, con el mismo temple, la misma mirada. Su dueño sentado
en el mismo banco (es peligroso cambiar de asiento), contemplando no sé qué. El
mismo fragmento de película, que se ha repetido siempre, vuelve a repetirse
ante mis ojos.
Y los paisanos se quejan de lo mismo, se aburren de silbar
siempre lo mismo, de cantar siempre la misma canción…Pero el año que viene,
cuando regrese, volverán a cantarla de nuevo, porque cambiar de estrofa es
demasiado peligroso. Porque no tienen ni idea de cuántas posibilidades se
tienden delante de ellos para lanzarse a escuchar otras melodías que les hagan
sentir algo diferente, que les hagan soñar, y en definitiva vivir.
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