Hace algo más de un
año que aterricé en París con la emoción de comenzar a vivir, de
dejar atrás una vida de confort que empezaba a incomodarme. Hace un
año que dejé atrás un pueblo de casas blancas, bandadas de
golondrinas que se refugian bajo el tejado de la guardia civil y
campanadas de iglesias que agitadas dejan su eco en el silencio de la
tarde. Hace un año que dejé atrás mi vida cómoda y plácida,
donde ningún sobresalto podía alterar la rutina de un perfecto
letargo.
Llegué en mitad de
una tarde fría y gris a un pueblo perdido de la Île de France, de
tres mil habitantes, a casa de una familia que no era la mía, con
unos niños que me miraban con extrañeza, y con el graznido matutino
de unas aves que ya no eran mis golondrinas. Me ví inmersa en un
mundo de palabras que jamás había oído, en un acento que me era
ajeno. Apenas pasé cuatro meses en ese pueblo colindante a Saint
Germain en Laye. Fueron cuatro meses eternos en los cuales esa
familia, me hizo sentir un extraño ser que no tenía cabida en ella.
Por lo tanto decidí cambiar de vida, una vez más. Y el azar, que a
veces juega de tu parte, me hizo conocer a otra familia que, muy al
contrario que la anterior, me ayudó a querer avanzar, me valoró y
respetó mis particularidades. ¡Qué preciosos recuerdos guardo de
esa familia! Sobre todo de ese niño, que casi sin hablar sabía
decírmelo todo.
Él es un pequeño
seductor de cuatro años, tres cuando le conocí. Emana dulzura hasta
en el modo de coger su vasito de leche. Es un pillo inteligente que
sabe muy bien como conquistar a cualquiera con su mirada angelical.
Recuerdo con cariño
despertar y sentir que una manita diminuta tira de la sábana, alzar
la vista y ver una mirada de dulzura infinita que me pide que me
levante a las ocho un sábado; correr por el parque y contagiarme con
sus carcajadas; bailar “hakuna matata” en mitad del salón;
sentir su cabecita cansada apoyada en mí...Pequeñas grandes cosas
que hacían de mis tardes un regalo de la vida.
Ese niño me salvó.
Encontrarme con él fue lo que me dio deseo de continuar en París,
porque me dio amor y es todo lo que necesitaba, que no es poco. Me
dio mucho más a mí que yo a él, porque ese niño cuya voz le
tropieza en las palabras no encuentra tropiezos en su corazón.
Pero la vida no me
permitió pasar más tiempo con mi pequeño rubio de ojos color miel
y muy a mi pesar tuve que cambiar, otra vez más, de vida. Maletas
arriba y abajo, sin saber dónde irían, con la incertidumbre de
encontrar o no un lugar donde refugiarse. Maletas llenas de sueños y
angustia. Y de un lado a otro, así anduve durante tres meses. Hoy en
un pueblo, mañana en otro, sudando al subir miles de escaleras con
treinta kilos en las manos. Arrastrando, no solo la carga de mi ropa,
sino la carga de la ausencia.
Mi vida en París es
una sorpresa diaria, un sobresalto tras otro que me lanza al
insomnio, un reto inmenso. Mis días son un aprendizaje sin fin.
Palabras nuevas me asaltan los oídos continuamente, acompañadas de
sus acentos árabes, franceses o latinos. También mi
corazón anda desvalijado y desconcertado por culpa de un guapo
ladrón de tierras de oriente.
Algunas noches,
desde mi ventana, con un cigarro y un café, pienso en la comodidad
de mis días de antaño: mi coche, mis perros, mi lengua, mis amigos,
mi familia, mi casa, mis atardeceres en el mar mediterráneo... La
angustia ahí no tenía cabida. Todo era comodidad y sosiego aunque,
eso sí, un sosiego engañoso y mortífero. Entonces, veo apenas un
atisbo de luz que fugaz recorre el cielo de París, me cercioro de
que vivo en el 17ème arrondissement. Que al salir a la calle y alzar
la vista a la izquierda, el Sacre Coeur se tiende ante mí. Que mi
trotinette me lleva a la lavandería de Montmartre los domingos. Que
en Paris 8 tengo el privilegio de sentir el desconcierto de no
comprender a Lacan y de desear hacerlo. Que en el 12ème
arrondissement tengo un refugio donde alojar mis palabras y...el
puente de Alejandro III, donde a veces me siento a conversar.
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