domingo, 25 de diciembre de 2016

El niño autista

Tenía apenas seis años y guardo el vívido recuerdo de aquellos ojos grandes y negros, llenos de una nada inquietante. Aquel niño pasaba por mi calle casi cada tarde, amparado por la presencia taciturna de su padre. Caminaban juntos, en silencio, a ninguna parte. Los brazos no acompañaban al cuerpo en su movimiento y sus pies pisaban el suelo como con miedo, como si de alguna manera pidiesen disculpas a la tierra por caminar sobre ella.
Que paseos tan tristes…Ni siquiera una palabra, ni una mirada, ni una lágrima, ni un atisbo de emoción. Sus ojos negros e inmensos no miraban a ninguna parte, y su cuerpo casi desplomado caminaba con la inercia del objeto inanimado. Un cuerpo que existía sin existir, unos ojos que anunciaban el terror de un cuerpo sin vida.
Desde mi niñez he podido contemplar desde mi balcón los paseos de ese niño con su padre. Paseos lentos, el uno junto al otro con una distancia prudencial. Calles arriba y abajo. Paseos silenciosos que lanzan un grito de desesperación escondido en el silencio. Paseos que continúan veinte años después con el mismo caminar lento y errático del que no se le ofreció elegir la vida.
Siempre me desconcertó y me apenó ver a ese niño pasar por mi calle con su padre, con ese aire de indiferencia, con esa lentitud mortífera. Y en sus ojos, tan solo podía ver dos canicas de cristal negras que anunciaban un cuerpo ausente. Y después de veinte años su pelo negro no envejece, no se atreve a volverse cano. Y sus ojos jamás se humedecen. Y sus labios, entreabiertos, me gritan algo que no puedo comprender y me acongojan el corazón.
Ese niño  hace tiempo dejó de serlo para convertirse en hombre. Me pregunto si él lo sabe, si sabe que fue un niño que ha crecido. Me pregunto si sabe que tiene un nombre y que a su alrededor se despliega el absurdo de la vida. Y después de todo, me pregunto dónde está ella. Tal vez él, resignado, se lo ha preguntado siempre.

viernes, 9 de diciembre de 2016

Un pedacito de historia

Hace algo más de un año que aterricé en París con la emoción de comenzar a vivir, de dejar atrás una vida de confort que empezaba a incomodarme. Hace un año que dejé atrás un pueblo de casas blancas, bandadas de golondrinas que se refugian bajo el tejado de la guardia civil y campanadas de iglesias que agitadas dejan su eco en el silencio de la tarde. Hace un año que dejé atrás mi vida cómoda y plácida, donde ningún sobresalto podía alterar la rutina de un perfecto letargo.

Llegué en mitad de una tarde fría y gris a un pueblo perdido de la Île de France, de tres mil habitantes, a casa de una familia que no era la mía, con unos niños que me miraban con extrañeza, y con el graznido matutino de unas aves que ya no eran mis golondrinas. Me ví inmersa en un mundo de palabras que jamás había oído, en un acento que me era ajeno. Apenas pasé cuatro meses en ese pueblo colindante a Saint Germain en Laye. Fueron cuatro meses eternos en los cuales esa familia, me hizo sentir un extraño ser que no tenía cabida en ella. Por lo tanto decidí cambiar de vida, una vez más. Y el azar, que a veces juega de tu parte, me hizo conocer a otra familia que, muy al contrario que la anterior, me ayudó a querer avanzar, me valoró y respetó mis particularidades. ¡Qué preciosos recuerdos guardo de esa familia! Sobre todo de ese niño, que casi sin hablar sabía decírmelo todo.
Él es un pequeño seductor de cuatro años, tres cuando le conocí. Emana dulzura hasta en el modo de coger su vasito de leche. Es un pillo inteligente que sabe muy bien como conquistar a cualquiera con su mirada angelical.
Recuerdo con cariño despertar y sentir que una manita diminuta tira de la sábana, alzar la vista y ver una mirada de dulzura infinita que me pide que me levante a las ocho un sábado; correr por el parque y contagiarme con sus carcajadas; bailar “hakuna matata” en mitad del salón; sentir su cabecita cansada apoyada en mí...Pequeñas grandes cosas que hacían de mis tardes un regalo de la vida.
Ese niño me salvó. Encontrarme con él fue lo que me dio deseo de continuar en París, porque me dio amor y es todo lo que necesitaba, que no es poco. Me dio mucho más a mí que yo a él, porque ese niño cuya voz le tropieza en las palabras no encuentra tropiezos en su corazón.

Pero la vida no me permitió pasar más tiempo con mi pequeño rubio de ojos color miel y muy a mi pesar tuve que cambiar, otra vez más, de vida. Maletas arriba y abajo, sin saber dónde irían, con la incertidumbre de encontrar o no un lugar donde refugiarse. Maletas llenas de sueños y angustia. Y de un lado a otro, así anduve durante tres meses. Hoy en un pueblo, mañana en otro, sudando al subir miles de escaleras con treinta kilos en las manos. Arrastrando, no solo la carga de mi ropa, sino la carga de la ausencia.

Mi vida en París es una sorpresa diaria, un sobresalto tras otro que me lanza al insomnio, un reto inmenso. Mis días son un aprendizaje sin fin. Palabras nuevas me asaltan los oídos continuamente, acompañadas de sus acentos árabes, franceses o latinos. También mi corazón anda desvalijado y desconcertado por culpa de un guapo ladrón de tierras de oriente.

Algunas noches, desde mi ventana, con un cigarro y un café, pienso en la comodidad de mis días de antaño: mi coche, mis perros, mi lengua, mis amigos, mi familia, mi casa, mis atardeceres en el mar mediterráneo... La angustia ahí no tenía cabida. Todo era comodidad y sosiego aunque, eso sí, un sosiego engañoso y mortífero. Entonces, veo apenas un atisbo de luz que fugaz recorre el cielo de París, me cercioro de que vivo en el 17ème arrondissement. Que al salir a la calle y alzar la vista a la izquierda, el Sacre Coeur se tiende ante mí. Que mi trotinette me lleva a la lavandería de Montmartre los domingos. Que en Paris 8 tengo el privilegio de sentir el desconcierto de no comprender a Lacan y de desear hacerlo. Que en el 12ème arrondissement tengo un refugio donde alojar mis palabras y...el puente de Alejandro III, donde a veces me siento a conversar.