lunes, 7 de noviembre de 2011

Berggasse 19



Berggasse

Fue un 21 de Febrero. Mis ganas de respirar en la casa de Sigmund Freud me hicieron aventurarme sola en Viena. Caminaba y caminaba con el nerviosismo de un niño en la víspera de Navidad. ¡Qué grandiosas avenidas, que edificios tan señoriales, qué elegancia por doquier! Paseaba por Ringstrasse, una avenida que, según había leído, era la preferida de Freud para sus largos paseos. Entonces, caminando muy inmersa en mis pensamientos, imaginaba a un Sigmund Freud de barba blanca, mirada oscura, penetrante y locuaz, apoyando su bastón acompasadamente, sin dejar de pensar, hilando y deshilando ideas bajo el cielo vienés.

Sin apenas cerciorarme sonreía como una idiota mientras el frío de aquel crudo invierno me daba una bofetada, eso sí, una dulce bofetada, ya que en ese momento mi felicidad y mi emoción eran tales, que ni el frío más intenso podría haberme hecho daño alguno.

Y tras errar mi camino infinitas veces, en parte debido a mi grandiosa orientación, y tras preguntar a algunos vieneses por la calle Berggasse, logré llegar. Sí, de repente frente a mí el nombre de la calle se me figuraba el trofeo de mi larga búsqueda, aquella tarde de invierno, en la que una carrera comenzaba y otra se terminaba…


Berggasse 19, Casa de Freud

Al fin a lo lejos el número 19 se dejaba ver. Entonces me quedé quieta, delante de la puerta, respiré profundamente y entré. Por cada escalera que subía mi emoción se hacía más y más intensa. Imaginaba a sus pacientes subir esas mismas escaleras, cargando con sus neurosis, sus secretos más ocultos, sus miedos…dispuestos a desentrañar el enigma que se ocultaba en algún rincón desconocido de sus mentes. También yo en otra parte del mundo solía subir unas escaleras, cargaba con mi neurosis, y dejaba un trocito de ella mientras las bajaba.

Una mujer con una sonrisa apenas expresiva me abrió la puerta, me dio un libro para mi recorrido por la casa y me adentré en las habitaciones, lentamente, escudriñando cada rincón, buscando cada detalle, y respirando hondamente, como si tratara de oler el pasado. Y podía olerse…¡vaya que sí! a cada paso mi latido palpitaba más fuerte. Y como si me hubiera adentrado en una máquina del tiempo, veía a un Freud apasionado hablando un miércoles cualquiera con su “petit comité”.

No sé cuanto tiempo estuve allí, dando vueltas, una y otra vez, lo único que sé es que se disparó ese día una certeza ineludible: iba a ser psicoanalista, y ya nada ni nadie podrían robarme nunca ese deseo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario